Por ConÉl Raboalzao
3 de diciembre de 2025
En un acto de suprema provocación a las sensibilidades revolucionarias de WhatsApp, el secretario de Defensa de Estados Unidos, Pete Hegseth, aterrizó en Santo Domingo para anunciar que la República Dominicana prestará sus pistas y su geografía a la Operación Lanza del Sur, ese dispositivo militar que se dedica a cazar lanchas cargadas de cocaína en el Caribe.
El presidente Luis Abinader, con esa costumbre tan poco tropical de leer tratados firmados en 1995 y 2003, confirmó que el acuerdo se ampara en protocolos de seguridad ya existentes. Horror. Nada irrita más al soberanista de teclado que la legalidad cuando contradice su hilo en X desde una conexión wifi pagada en dólares.
El pacto, explicado en lenguaje prosaico para quienes aún conservan la capacidad de leer sin indignarse, permite que aviones cisterna KC-135 y cargueros C-130 hagan escala en San Isidro y Las Américas para reabastecerse y mover equipos. Ningún portaaviones anclado en la Zona Colonial, ningún marine patrullando la Duarte, ninguna bandera de las barras y las estrellas ondeando en el Palacio Nacional; pura logística. Pero, claro, eso suena menos épico que gritar «¡ocupación!» entre sorbo y sorbo de café colado en una taza con el rostro de Maduro—importada, por supuesto, porque la industria venezolana hace tiempo que colapsó.
Porque en esta ópera bufa geopolítica, ha emergido un personaje verdaderamente pintoresco: el defensor dominicano del madurismo. Ese que contempla la devastación de Venezuela—hiperinflación de siete dígitos, seis millones de exiliados, periodistas en mazmorras—y concluye, muy serio, que el verdadero peligro existencial para el Caribe son… dos hangares prestados al Comando Sur. La lógica es impecable: ¿para qué preocuparse por un régimen que convirtió al país con las mayores reservas petroleras del mundo en un productor neto de refugiados cuando hay un KC-135 repostando en San Isidro?
Estos iluminados celebran elecciones sin oposición en Caracas, colas de seis horas para llenar el tanque en un país que nada sobre petróleo, y la persecución sistemática de disidentes, pero de repente se transforman en guardianes implacables de la democracia dominicana. Se rasgan las vestiduras porque un avión norteamericano use la pista de Las Américas—la misma pista, dicho sea de paso, que usan narcotraficantes para coordinar envíos desde hace décadas—pero encontraron perfectamente normal, casi poético, que el chavismo se convirtiera en el exportador mayorista de miseria humana hacia todo el continente. ¿Prioridades? Las tienen clarísimas.
Mientras tanto, aquí abajo, en la República Dominicana real—no en la imaginaria de las consignas revolucionarias publicadas desde Coral Gables—las autoridades acaban de incinerar 1,450 kilos de cocaína incautados en Pedernales, parte de más de 28 mil kilos destruidos en lo que va de año. Pero para ciertos analistas tropicales, armados de títulos universitarios y cero experiencia en seguridad fronteriza, el problema no es la droga que cruza el canal de la Mona con la regularidad de una guagua de Caribe Tours, sino el combustible que ponen en un KC-135. Prioridades, que le dicen. O más bien, privilegios de quien nunca ha tenido que vivir en una comunidad donde los narcos reclutan niños de doce años.
Por supuesto, hay preguntas legítimas que formular: duración exacta del acuerdo, mecanismos de supervisión civil, transparencia en las operaciones, salvaguardas constitucionales. Es sano—más que sano, necesario—exigirlas. Lo peculiar, lo verdaderamente fascinante desde el punto de vista antropológico, es que muchas de las voces más escandalizadas jamás se inmutaron ante la verdadera cesión de soberanía que significa que los cárteles usen nuestro mar territorial como autopista express y nuestras costas como parqueo gratuito de lanchas rápidas. Ahí, curiosamente, no hubo trending topic. Ahí no se convocó a marchas. Ahí el antiimperialismo guardó un silencio casi monacal.
Los mismos que viven denunciando a Abinader por «arrodillarse» ante Washington—metáfora que repiten con la creatividad de un loro enjaulado—guardan un silencio casi religioso, digno de trapense en retiro, cuando los cárteles convierten comunidades enteras en zonas de reclutamiento forzoso. La «patria» les preocupa muchísimo cuando despega un C-130 con la bandera equivocada, pero les parece un detalle menor, una anécdota, cuando las remesas de la diáspora sostienen barrios enteros asfixiados por el microtráfico. La soberanía, al parecer, se defiende selectivamente: con todo el furor contra aviones gringos, con todo el silencio cómplice ante narcos criollos.
En la diáspora, el espectáculo se observa con esa mezcla particular de vergüenza ajena y cansancio existencial. Dominicanos que trabajan dobles turnos en El Bronx, Lawrence o Miami conocen demasiado bien—con conocimiento visceral, no teórico—el camino que recorre la droga desde las costas del Caribe hasta las esquinas donde juegan sus hijos. Para ellos, que el país coopere en una operación regional contra el narcotráfico no es una traición a la patria: es, como mínimo, un intento serio de que sus hijas no tengan que sortear jeringuillas de fentanilo en el camino a la escuela. Pero bueno, esas son preocupaciones de gente que trabaja con las manos, no de intelectuales orgánicos que filosofan sobre la autodeterminación de los pueblos desde apartamentos con vista al mar.
Abinader, por su parte, insiste en que ningún país—y menos uno con nuestro tamaño y recursos—puede enfrentar solo la hidra del narcotráfico global. Su pecado imperdonable, para algunos, es no preferir la receta mágica de los románticos del autoritarismo: discursos antiimperialistas encendidos para consumo público mientras se negocia discretamente, bajo la mesa, con los mismos narcos que se condenan en el micrófono. Esa sí es soberanía de verdad: la hipócrita, la que permite dormir con la conciencia limpia de contradicciones.
Al final, la Operación Lanza del Sur deja un cuadro bastante nítido, casi didáctico en su claridad:
Los narcos entienden exclusivamente el lenguaje de la fuerza y el decomiso.
Estados Unidos entiende el lenguaje de la logística militar y los intereses estratégicos.
Y una parte considerable del comentario político dominicano entiende, sobre todo, especialmente, el lenguaje del espectáculo performático y la indignación a la carta.
Sería deseable—ingenuo, quizás, pero deseable—que entre tanta indignación selectiva, entre tanto patriotismo de ocasión que se enciende y apaga según convenga, quedara algo de espacio para una pregunta sencilla, casi pedestre: ¿qué es más peligroso para la soberanía dominicana, coordinar con un aliado imperfecto para frenar el tráfico de drogas, o seguir haciéndonos los patriotas de opereta mientras las palmas se llenan de cocaína y los puercos—para usar la metáfora gastada y favorita de algunos—se dan un banquete sin interrupciones?
La respuesta, como siempre ocurre con las preguntas incómodas, está menos en los hangares de San Isidro y más en nuestra capacidad colectiva de tomarnos en serio algo más sustancioso que los discursos que suenan bonitos en los grupos de Telegram y nos permiten sentirnos revolucionarios sin levantarnos del sofá.
Pero claro, eso requeriría dejar de lado el performance y enfrentar realidades. Y las realidades, ay, son tan poco fotogénicas para Instagram.
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