Historia de vida
Por Graciela Azcárate
8 de agosto de 2018
«La tragedia de mi abuela es parte de la historia de la mujer oprimida puertorriqueña. Me desheredó porque escribí dos libros sobre dos de los tabúes más grandes: el suicidio y el aborto».
Irene Vilar: Entrevista Página 12. Mayo 2012
«Continúe siendo conciencia en la sensibilidad caribeña».
Nancy Santiago
«Bray no vivía como un adversario, sino como participante».
Nadine Gordimer «Un invitado de honor»
En la Historia de vida «Ese insólito coraje» escrita en el año 2012 una lectora interactiva puertorriqueña escribió: «Leyendo su columna reviví lo que me produjo la noticia de la medalla Ramón Emeterio Betances al presidente de República Dominicana (A Leonel Fernández). Conoce la desgracia de Puerto Rico, en particular los últimos cuatro años, tenemos un gobernador que se precia de su patria, Estados Unidos. Ese norteamericano «glorioso» cuyas ideas incluyen el defender la «profesión» de su esposa, quien aumenta sus ganancias matrimoniales notarizando documentos con bancos, mientras cierra la puerta de su oficina. Así están plagadas todas nuestras instituciones. Esto es inmoral. La inercia permite desmanes imperdonables. Gracias. «Continúe siendo conciencia en la sensibilidad caribeña.»
De pronto esas líneas entre mujeres, en voz baja y sin conocernos me hicieron recordar los lazos afectivos, sentimentales, de trabajo creativo, de gratitud y aprecio que tengo con Puerto Rico y empecé a sacar como maga de la galera esos recuerdos de hace veintisiete años atrás que han fraguado en eso que la sensible boricua llama conciencia caribeña.
Saqué de mi archivo la entrevista a la nieta de Lolita Lebrón en la feria del Libro de Buenos Aires, pero si he de ser sincera esa entrevista de Irene Vilar me estremece, me cuestiona, me pone cautelosa. Me duele. Ella, su libro sobre el aborto, sobre la abuela y lo que recuerda de ella.
Y esa arrogancia en el tratamiento que le da a la abuela y a lo que esas mujeres vivieron me hace pensar en la falta de piedad o comprensión por esa mujer que nació el 19 de noviembre de 1920, que se inmoló en 1954 y que vivió sus circunstancias como una puertorriqueña de esa época.
Como médium o como una sonámbula fui a mi archivo de historias de familia y sin contratiempos ni dudas encontré una foto hermosa de los años cincuenta en San Juan de Puerto Rico donde aparece la familia de Leovigildo Cuello, de Conina Mainardi de Cuello y de una reunión antitrujillista en las calles de ese San Juan de Puerto Rico que fue testigo de la Lolita Lebrón independentista que atacó al Congreso norteamericano en 1954, por el que purgó una condena de veinticinco años presa hasta que el presidente James Carter la indultó en 1979 , la que yo conocí en 1988 y me acompañó en la puesta en circulación del libro «El barco de papel», y la que ahora leo en las memorias de su nieta.
Y sin darme cuenta tal vez con esa consciencia caribeña que no sé de dónde me sale, bajé de mi biblioteca de Puerto Rico, de ese rincón de las mujeres escritoras puertorriqueñas donde se confunden Julia de Burgos, Rosario Ferré, Ana Lidia Vega, Carmen Lugo Filippi, Olga Nolla, Magaly García Ramis o Awilda Palau, el libro de Delma Arrigoitia «José de Diego el legislador», la tesis doctoral investigada y escrita por ella durante diez años, que en 1991, me confió y que coordiné editorialmente e hice imprimir en Santo Domingo.
Y pensé en la Consuelo Gotay que me recibió en 1985 en San Juan y me llevó a una tienda de papeles a comprar papel para imprimir los aguafuertes de «Los cuentos de Mauro», y del estante de las artes gráficas abrí el hermoso libro hecho a mano con los grabados de Consuelo Gotay, y me quedé mirando la foto nuestra, la de mis niños y yo, en una Navidad de 1989, invitados a la casa de Awilda Palau y extendí ese poema hecho a mano , ese «Valle de colores» de Luis Llorens Torres con una cubierta de arpillera verde y en la pantalla de mi laptop bajé la canción de Silvia Rexach como diría ella en su revista «Soto voce» y me puse a cantar:
«Soy la arena, / que en la playa está tendida / envidiando otras arenas, / que le quedan cerca al mar; / eres tú la inmensa ola / que al venir casi me toca, / pero luego te devuelves / hacia atrás. / Las veces, / que te derramas sobre arena / humedecida / ya creyendo que esta vez / me tocarás, / al llegarme tan cerquita / pero luego te recoges / y te pierdes en la inmensidad del mar. / Soy la arena que la ola nunca toca / y que en la playa tendida / vive sola su penar. / Eres ola, / que te envuelves en la bruma / y te disuelves en la espuma / alejándoteme más. . .»
Pensé en mis amigas escritoras, periodistas, historiadoras, grabadoras, antropólogas, actrices, poetas, dramaturgas y directoras de cine. Esas arenas en la inmensidad del mar. Y de la misma manera que recorrí mentalmente la historia de ese Caribe que es mi hogar desde hace tanto tiempo necesité copiar en mi escritorio un texto hermoso de esa larga novela de los setenta de Nadine Gordimer «Un invitado de honor» que volví a releer de manera pausada y a conciencia en estas últimas semanas mientras pensaba en el Caribe, en Santo Domingo, en Puerto Rico donde tengo tantos afectos y de donde debe venir esa consciencia caribeña que describe la lectora o aquel bautismo premonitorio de Ruth Vassallo cuando me describió como una sudamericana con vocación de trópico.
Sentí que vivir en el Caribe es como ese participar del coronel inglés en Sudáfrica, ese participar en cualquier lugar del mundo con la gente, con los pueblos, participar de sus ritos, sus comidas, sus penas y sus humores, compartir sus poetas, sus hombres y mujeres, participar de sus hallazgos y sus derrotas, compartir la propia muerte y ese destino común de «ser arena en la inmensidad del mar…»
El texto que me robó el corazón dice así: «Bray estaba lleno de rostros que no eran él, que él había elegido no ser. Había trazado su vida de acuerdo con una lección, consciente; creencias supuso ella, que tampoco, suponía ella, había entendido debidamente. Pero tenían que ver esas creencias con el hecho de haber sido lo que su padre hubiese llamado un amigote de los negros. Pero si tenían que ver con la vida propiamente dicha. Gordon siempre trataba de ser más listo que los demás; Bray no vivía como un adversario, sino como participante. Ella nunca había vivido antes con personas semejantes. Y una vez hecho, no era posible volver a vivir con Gordon, que solo deseaba «sacar su tajada y largarse» siempre a otro país como el ultimo y en busca de una «oportunidad como la ultima: «sacar su tajada y largarse»
Hace semanas releí la novela y leí un libro de 2008 «Beethoven también tenía algo de negro» donde Nadine Gordimer con 89 años sigue escribiendo, «soto voce», generosa, como la ola, sin alardes y participando casi diría de esa ola de la humanidad que va y viene, que es arena, mar y agua. Escribe y vive y trata a sus personajes con piedad.
Me gusta de esa escritora ese lento crecer de una joven creadora que refleja el trabajo en las minas en los años treinta, a la joven escritora del apartheid de los setenta hasta esta anciana que escribe tierna, lucida. Escribe suavemente del pasado, de los hombres, del esposo, de los amantes, del posible falso padre, del ADN de una muchacha en «Laila es Laila», irrevocable, puntual, serena pero escribe del pasado sin furia, con amor, con piedad, con una mirada de alivio y bálsamo sobre el dolor de cualquier grupo humano, de sus mayores, de sus ancestros.
No juzga, no acusa, no es inquisidora ni admonitoria. Sólo narra. Es la ola recurrente, el mar, la arena, el sol. Su narración es la ola que siempre llega, lame y se va.
Hace algunos años Rosario Ferre fue invitada a la Feria del libro de Santo Domingo y en su conferencia citó el cuento de Juan Carlos Onetti «La novia robada» y desarrolló la teoría de que ese cuento es la metáfora para explicar a los hombres y como ellos nos construyen de acuerdo a sus demonios, prejuicios y miedos. La historia de la Moncha Insaurralde, la vasquita de Montevideo enloquecida por los hombres de su vida que deambula con su traje de casamiento por las mesas de un bar es esa víctima recurrente, ese chivo emisario de los hombres, es «Maldito amor» de Rosario Ferre, es en el medio del incendio en una finca en Ponce o Mayagüez, esa frase de ribetes bíblicos: «Todos mentían y todos decían la verdad».
Es el padre incestuoso e inválido, es la abuela terrible de la novela de Irene Vilar, o es la joven independentista que en el Congreso de los Representantes dice que ella no va a matar a nadie sino a morir por Puerto Rico, es la Julia de Burgos alcoholizada y muerta en las calles de Nueva York en los cincuenta o esa Silvia Rexach autodestruida a los 39 años por el cáncer y el alcohol en 1961, o la versión de la nieta de la patriota independentista la joven autodestructiva con quince abortos en quince años que trata de endosar su autodestrucción a la abuela.
Dibujo atroz de todas esas mujeres que Rosario Ferre dijo son las construcciones que los hombres hacen de lo femenino. La pura o impura, la puta o la virgen, la callada o la vociferante, la arpía o la sumisa, la corrompida o la inocente.
Hace años me quedó en el inconsciente la historia de Rosario, su teoría de que todas somos una construcción monstruosa como la vasca Insaurralde y de que es un sino, un destino trágico ese posible blanco o negro de nuestra condición femenina.
Y creo que cuando en mayo leí la entrevista realizada a la nieta de Lolita Lebrón en Buenos Aires debe haberse disparado la memoria de esas mujeres destinadas a la tragedia, signadas por eso que dice Irene Vilar cuando analiza la intrincada trama familiar que la sumió en una neurosis que la llevó a practicarse quince abortos, hacer un paralelo entre su adicción y el movimiento de resistencia de su país, a través del relato de su vida, la de su madre y la de su revolucionaria abuela.
Y evoqué a Ana María Matute y su fe inconmovible en la palabra y preferí cerrar con esta frase : «El mundo hay que fabricarselo uno mismo, hay que crear peldaños que te suban, que te saquen del pozo. Hay que inventar la vida porque acaba siendo la verdad».