Por Horacio Pérez
4 de octubre de 2018
Yo soy Edward Griffin, el policía condecorado post mortem por matar a dos bad hombres que traficaban metanfetaminas en barrios de raza pura. «Un acto de infinito heroísmo que hace de ésta una ciudad mejor» se escucha decir a los mirones que se acercan a presenciar la escena final: viejos veteranos de guerra, motociclistas y personas con alguna insignia de la bandera viendo con rostros entristecidos la muerte de uno de los suyos. Lloran el último suspiro que un hombre honorable hace por una mujer. De esto sólo yo me doy cuenta. Luego me veo y toco mis manos, mis piernas, veo la pantalla sabiendo que Griffin nunca encajó conmigo pero sí con la pesadez de mi voz, mi voz la que nadie escucha más que a través de él.
Mi mujer me engaña, lo sé, la escuché decir por teléfono que se comía dos palos distintos a la semana y que se masturbaba cada vez que veía a Edward Griffin diciendo: “dame un motivo para matarte, hijo de puta” justo antes del bañadero de sangre. «Si fueras la mitad de hombre de lo que es Edward Griffin, sus ojos serían tus ojos, Gabriel» me dice mi mujer, después se mete la mano adentro del pantalón y se toca mirándome los labios. «Dímelo, Gabriel, dímelo» me dice, yo le hablo pero ella me calla abruptamente y me repite «dímelo, dímelo ¡Dímelo, maricón!» Y entonces le digo: “dame un motivo para matarte hijo de puta” y ella grita en el éxtasis de sus pasiones, me baja el pantalón y me la chupa. Un instante en la vida de Edward Griffin, porque Griffin antes de bañar en sangre a los bad hombres fornicó en un cabaret de poca clase, a cuenta de la casa, por supuesto. Un lugar en penumbra y con luces neón púrpura iluminando los plafones, mujeres semidesnudas sirviendo tragos y bailando sobre una pista pequeña. No vaciló al ver ese hermoso culo nuevo limpiando una mesa recién vacía. Carne tierna, pensó mientras se acomodaba el bulto. La prostituta era una universitaria que usaba las ganancias para sus estudios, pero también le gustaba coger, coger y drogarse, a veces drogarse y luego coger, el orden no importaba, lo que importaba era el palo y el viaje. La escuela también importaba, decía ella, porque no se dedicaría a esto toda la vida, un día debía que ser alguien y no eres alguien sin la escuela. Cuando iban a encamarse le ofreció una línea, Edward Griffin no la rechazó sin embargo antes de acercarse con el billete le preguntó: ¿Es fina? Y ella dijo de Colombia, y estas de México, le enseñó una bolsita con pastillas. Así de fácil dio con los bad hombres. La fornicó dos escenas antes de matarlos, hice tan bien los gemidos de Griffin que tuve que dejar el set para terminar en el baño. Regresé relajado y pronuncié la frase épica: “dame un motivo para matarte hijo de puta” y al instante supe que a mi mujer la calentaría ver a Edward Griffin con mi voz de fondo.
Edward Griffin es un buen policía para los suburbios de cualquier ciudad grande, es corrupto, sucio y sin modales, una verdadera piedra de la calle, un violento seductor de prostitutas y maricones, pero se mueve con aires de respeto en los bajos porque durante las noches es el protector de la misma escoria que en el día persigue. Eso es lo que le gusta a mi mujer, la falta de respeto de Griffin por la vida, y yo pienso que si Griffin se decidió a ser policía fue para ser legalmente irrespetuoso. Es como mi némesis, y también nos complementamos, si Edward Griffin me conociera sentiría el mismo respeto que yo siento por él, me escucharía.
Mi mujer no me escucha, no me escuchó cuando le conté del trabajo que conseguí «no me importa» me dijo «asegúrate nomás que no te echen». Ah, pero quedó sorprendida cuando escuchó mi voz salir de la vigorosa figura policial, tanto que de sus ojos rodaron lágrimas al cierre de la escena final: los bad hombres hechos un colador sobre el cofre de su auto azul y Edward Griffin tirado en el piso, con una bala en el pecho y sosteniendo la mano de la universitaria. Un grupo de mirones se acerca, Griffin los mira con desprecio y se vuelve hacia la prostituta. Le susurra al oído con una sonrisa irónica y luego le lame la mejilla en un movimiento lento y sensual «¿Qué le dijiste, Gabriel, dime qué le dijiste?» Me dice mi mujer como si yo fuera Edward Griffin. Luego la pantalla se pone en negro y la foto de Griffin recién graduado de la academia acompaña los créditos.
Habrá segunda parte, siempre las hay en las películas de serie B, más si brillan por la sangre y el sexo.
Buenos Aires.
Julio 2018