Por Graciela Azcárate
5 de septiembre de 2018
Refugiados españoles a República Dominicana. 1939 -1940
Historia de vida
Más fuerte que la muerte
Crónica de una creación
Catálogo de refugiados españoles
Cuando el 7 de mayo de 2008, el director del Departamento de Materiales Especiales del Archivo General de Nación me encargó el trabajo de curadora y de montar la exposición fotográfica y documental del exilio español en República Dominicana, fue como si de pronto se hubiera abierto una puerta al pasado y después de sesenta años, en tropel entraran los fantasmas adorables de mi niñez.
La memoria de mi padre y su familia asturiana, y aquella caravana de primos, primas, sobrinos, tíos que salían al mundo y recalaban en la casa de papá contando desde distintos ángulos una historia que marcó un antes y un después en España y en el mundo.
Porque aquella España de 1936, cambió para siempre, y para los que se fueron en 1939, la vida no volvería a ser igual, como tampoco la vida sería la misma para los que los recibimos y nos tocó vivir y compartir su destino.
La llegada de los refugiados españoles a cualquier país de Latinoamérica es un hito imprescindible por ejemplo en la historia de Méjico, Cuba, Argentina y República Dominicana.
Dice Bernardo Vega que República Dominicana cambió vertiginosamente con la llegada de aquellos 4.000 refugiados y que nunca en tan poco tiempo, tan poca gente hizo tanto por un país.
Para los argentinos, y tal vez para la generación que nació en la posguerra ellos fueron ese humus, esa tierra propicia donde sembraron y creció esto que hoy sintetiza una mujer anciana alimentada con la memoria de aquella generación de la derrota.
Al cabo de dos meses de trabajo, en la noche de la inauguración, Roberto Cassá relató lo que habían significado para los dominicanos que aún no habían nacido, él estaba contando una experiencia generacional, además de reflejar su pasado familiar y su postura de historiador.
Recordó las tertulias en Méjico, y cuando citó a León Felipe por mi cabeza pasó el recuerdo de una larga caravana de personas que pobló mi infancia, donde se conjugaba esa tragedia que significó la guerra civil española, y donde en extraña mezcla convivían lo heroico y lo abyecto; el honor y la traición; los tíos perseguidos por ser comunistas masones, y los curas seminaristas de la familia, ladrones de los fondos del convento, buscando refugio en Méjico y justificando en una suerte de picaresca del siglo XVII la desfachatez del robo o el adorable anarquista catalán, perseguido y casi muerto que llegó a mi infancia y al barrio para ser mi amigo y mentor y enseñarme lo que hacía una prensa, la literatura y los periódicos.
Cuando Roberto Cassá hizo ese ejercicio de la memoria en mi interior resonó la frase escrita por Elizabeth Kostova en La historiadora:
Este es el relato de cómo yo, a mis dieciséis años, fui en busca de mi padre y su pasado, y de cómo él fue en busca de su adorado mentor y de la historia de su mentor, y de cómo todos nos encontramos en uno de los senderos más oscuros de la historia.
Es el relato de quienes sobrevivieron a esa búsqueda y de quienes no, y porqué.
Como historiadora, he aprendido que, en realidad, nadie que investiga en la historia sobrevive a ella. Y no sólo es la investigación en si lo que nos pone en peligro. A veces la propia historia nos atrapa con su garra sombría.
Como la historiadora norteamericana me di cuenta ni bien empecé a trabajar que iba a salir de esa experiencia transformada.
Por eso dejé crecer la memoria, volví al barrio pobre de mi infancia y me convertí en aquella chiquilla correteando con los hijos de los refugiados que habían nacido en el destierro, sentada en las faldas de una abuela española, doña Antonia, una gallega señorial con una cabeza blanca y un encanto sin igual para contarme, a mí y los chicos del barrio las peripecias que ella, sus hijos y nietos habían corrido para escapar de Franco y el fascismo.
Vuelvo a tocar y oler la ropa cocida a mano por Sofía, la modista madrileña, que entre puntada y puntada me contaba del Madrid, del No Pasarán y esa barriga cosida a tiros, la del marido, un gordo inmenso que con voz de tenor cantaba Puente de los franceses, que lo llevaron al paseo, pero lo dejaron tirado en el fondo del cementerio dado por muerto, ella entonces lo rastreó como una perra de caza, lo buscó, lo sacó a rastras, lo curó y en un carromato logró sacarlo por el sur de Francia, hasta que recalaron en Buenos Aires en la casa de Angelita, la amiga de mi mamá... que había llegado con su madre, doña Pura, ellas dos solitas, en un barco, porque a todos los hombres de la familia los habían fusilado por mineros, por comunistas y por asturianos.
Y entonces en un entrevero de sur y Caribe, de antillanos y sudamericanos preparé el guión, las fotos, los poemas, las historias de los ocho ancianos que fueron a contar su vida al departamento de fuentes orales, canté las canciones revolucionarias, las que cantaba Hipólito, un marino republicano, sobrino de mi padre, no hay quien pueda con la gente marinera, luchadora, si te quieres venir con nosotros al mar, tendrás que combatir, tendrás que pelear, no hay quien pueda,
No hay quien pueda, con la gente marinera luchadora, y me puse a llorar y escuché a Natalia Gonzáles y reproduje su investigación para que me contara las estaciones del dolor de su familia y de los españoles del exilio y del llanto, en 1939, en un puerto de las Antillas.
Traté de ser rigurosa, severa, respetuosa de la historia y experiencia del país y repetí todo lo que se ha escrito en seminarios, encuentros y memorias del exilio español en República Dominicana. Pero también me dí cuenta que eso era una armazón académica, fría y artificial. Que era como esos apuros burocráticos para cumplimentar un proyecto y justificar un dinero otorgado.
Es posible que la exposición fotográfica de Refugiados españoles a República Dominicana 1939- 1940 Más fuerte que la muerte responda a la IX Convocatoria de Ayudas a Proyectos Archivísticos realizada por la Asociación para el Desarrollo de Archivos Iberoamericanos 2007- 2008.
Que tenga 48 paneles, de tamaño 44 por 48 pulgadas, un resumen del acopio fotográfico, la descripción de fichas, digitalización de fondos documentales, realización de testimonios de vida, trascripción y redacción de testimonios.
Es muy posible que en 16 paneles de 22 por 30 pulgadas Natalia González la hija de un refugiado explique de manera sucinta el periodo histórico que abarca ese movimiento demográfico, sus causas, consecuencias y cronología.
También es cierto que hemos utilizado fotografías del fondo Conrado, que asciende a unos 35.000 negativos y se reproducen fondos digitalizados de periódicos de la época tales como La Nación, La Opinión, El Listín, Democracia, U.G.T., Juventud Española y la revista de arte Ágora.
Se reproducen fotografías de los fondos que integran la colección de 17 tomos de Episodios de la Cruzada. Fondos documentales de la Secretaría de Interior y Policía. Negociado de Inmigración donde se trabajaron aproximadamente 1.500 pedidos de residencia y Renovación de Permisos.
Todo eso es cierto, es ejemplar en el relato y el detalle de una labor académica pero un Archivo de la Nación además de los documentos tangibles de una sociedad guarda y atesora ese acervo intangible de la memoria, del dolor y los aciertos de un pueblo. Guarda la poesía de muchos pueblos. De los que estaban y de los que llegaron. De los que se fueron pero también de los que se quedaron, y contribuyeron a construir el alma nacional. En silencio, anónimos, oscuros.
A mi, personalmente, me encantó convertirme en un cetáceo prehistórico y hundirme en ese mar profundo que es la historia dominicana. Me apasionó releer 1500 permisos de residencia, y seguirles el rastro para saber cómo habían vivido, amado, odiado, como se habían quedado silenciados y anónimos para que Trujillo no los echara y poder sobrevivir.
Me encantó seguir en la Fototeca del AGN el rumbo digno, profético y generoso de Miguel Holguín Veras y además de recordarlo como amigo entrañable, dedicarle la exposición porque es una deuda que tiene el pueblo dominicano, los intelectuales y los trabajadores de la cultura con un archivero de corazón y un dominicano patriota.
De pronto, me di cuenta que me encantaba haber vivido casi treinta años entre dominicanos y conocer tanto de su historia y tribulaciones como para animarme a ser desenfada y contarlos como propios, aún no siendo una de ellos.
Me hizo feliz hasta la extenuación encontrar una camada de muchachos y muchachas jóvenes que de pronto se acoplaron a un proyecto que no era la estéril respuesta un compromiso internacional, sino que ellos de alguna manera inconsciente respondían como un compromiso ancestral a ese llamado de la sangre, ese homenaje, ese compromiso, ese encuentro solidario de la comunidad sin distinciones ideológicas, de credo, condición social o raza.
Al final, y a días de la presentación me di cuenta que había cosas que no podíamos hacer, murales que no podíamos levantar, textos que no podíamos reproducir ni poemas que declamar, y en el reperpero del montaje, del herrero, de los imprevistos, del calor y el apuro, una muchachita muy joven, con perfecta dicción, y un voz preciosa me tiró de la manga, me llamó la atención y me intimó con aprecio a que sacara a flote eso que habíamos soñado como presentación del evento pero que las circunstancias habían impedido.
Con candor, con frescura pero con firmeza una joven dominicana me recordó que a pesar de las derrotas hay cosas más fuertes que la muerte.
Entonces me senté y reescribí un guión que no era el del principio, que reducía gentes, luces e intervenciones pero que tal vez era la mejor síntesis de un trabajo en común, y lo escribí para que ella, impecable y certera lo leyera esa noche de agosto.
Cuando el 12 de mayo presenté el boceto de lo que proponía hacer, el título estaba determinado por una historia que venía del pasado, de mis mayores, de la historia de mi país, de mis elecciones, de mi carrera de historiadora, de los españoles que conocí, de la vida que elegí vivir y sobre todo de mi condición de sudamericana. La Guerra de la Triple Alianza es una certeza y referente en la vida de argentinos, uruguayos y brasileños.
Las novelas de Augusto Roa Bastos, los ensayos y crónicas periodísticas de Rafael Barret, Bartolomé Mitre, Domingo Faustino Sarmiento, el periódico La Nación son los hitos de una historia singular en los confines sureños.
La exposición lleva por título Más fuerte que la muerte y se compendia en un panel que cuenta la trayectoria del músico Casal Chapí que de alguna manera sintetiza el espíritu, el garbo y la hidalguía de españoles ejemplares como Rafael Barret.
El novelista Augusto Roa Bastos ha escrito que la literatura paraguaya y latinoamericana se hizo grande y tuvo vida propia a la sombra de Rafael Barrett. Aquel español que como ninguno encarnó la España del desastre de 1898. Que no dudó, en atacar a bastonazos a toda una clase social española atrincherada en sus privilegios de casta. Después se marchó al exilio sudamericano.
Desde Buenos Aires y como periodista describió la cruel realidad del campo argentino y en Paraguay dio vuelta a la historia oficial de la Guerra de la Triple Alianza. Es el reflejo de un hombre en quien palabra y acción son dos pasos sucesivos y complementarios y su obra literaria no se entiende sin su accionar idealista y resuelto.
Roa Bastos dice que les enseñó a escribir de la realidad que delira.
Era, como dijo Rubén Darío, su contemporáneo, en la Oda a Roosevelt un resumen de aquella: América bárbara, que vive, que ama, y sueña
¡Vive la América española!
Hay mil cachorros sueltos del león español!
No importan los tiempos ni las circunstancias. Aquel cachorro de león español que arremetió con hidalguía en el confín sudamericano, en 1908, se reencarnó en Casal Chapí, en Eugenio Granell, en Vicente Llorens, por dar un ejemplo.
Treinta años después, músicos, pintores, poetas, historiadores se vieron de pronto sumergidos en la historia cruel de la guerra civil que los arrojó a una vorágine. Dejaron de ser lo que eran, dejaron sus poesías, su música, sus lienzos, sus investigaciones históricas para luchar por un ideal de justicia o simplemente para salvar la vida con dignidad. Son esos miles de cachorros que acogió el pueblo dominicano, o el argentino, o el mejicano o el cubano entre 1939 y 1940 y es donde se hace carne esa frase que es el icono de la exposición:
La historia no tiene final. Desde el principio de los tiempos siempre hubo hogueras de violencia destructiva y también siempre hubo el fuego del espíritu para purificar el daño conjurándolo a través del arte, que es más fuerte que la muerte.
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Santo Domingo, miercoles 29 de agosto 2018.
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