El oficio más hermoso del mundo
Por Graciela Azcárate
3 de octubre de 2018
Historia de vida
Para Inéz Aizpún y Rudyard Montás
«No creo que yo esté aquí demás.
Aquí hace falta una mujer, y esa mujer soy yo».
Aída Cartagena Portalatín de Estación en la tierra
No voy a reseñar el libro 100 años de Rotary International y 62 de rotarismo dominicano pero con un párrafo de vida personal trataré de narrar como periodista lo que significa comunicar.
A diferencia de algunos colegas y de amistades intelectuales que escriben en los medios tengo la idea como periodista y escritora de que, si relato, narro, vibro o trasmito eso que me produce la vida de la gente, sus historias, el pálpito cotidiano en una página del diario, en una gaceta de la web, ese contar el día a día de la gente y el de mi propio acontecer, ese soplo vivificante que es la vida de todos los días, es la mejor radiografía de una sociedad.
Una sociedad que cambia, sufre, llora, palpita, ríe... que tiene sus escribas, sus cronistas, sus historiadores de vida, sus poetas y sus relatores a los cuales la vida de los todos los días transforma.
La crónica de una escritora, de una cronista o de una periodista se enriquece, toma vida, le insufla sangre y aliento si además del relato lo mete vivo en el día a día.
Llevaba dos semanas de espanto y aunque don Francisco Comarazamy no lo crea yo sentía que los dioses y los astros me habían abandonado. No sé si eran los idus de marzo, la mala leche internacional, la crisis del mundo que nos arrasa, o simplemente lo cotidiano lleno de espanto como diría Borges.
O simplemente que se me desmelenó la imaginación se me cruzó un astro de contramano y me pasé varias semanas a contravía espiritual.
En las oficinas de migración, mientras me ponía al día por ilegal para mandar unos documentos a Buenos Aires, en la larga espera burocrática me asaltaron los fantasmas del destierro, me puse a pensar lo que debió pasarle a las mujeres del exilio español en los puertos franceses tratando de huir, con los hijos, las nueras, los nietos y pensé en mi papá, solito y con 17 años embarcando rumbo al sur.
Con ribetes de tragedia griega a lo Medea, como la intrusa apátrida, me hice bromas a mi misma porque estaba magnificando y me di cuenta que lo único que puede salvarnos a las mujeres es el sentido del humor. Esa cuota de risa, serenidad y coherencia que te permite retomar la vida justo en el instante en que todo parece que se va al carajo.
En pleno arranque de desterrada recordé una película que narra la historia de una señora inglesa que a los sesenta años, le avisan en la agencia que es el último trabajo porque por la edad ya no van a emplearla. La inglesa toma el último trabajo de su vida y durante seis meses vive todo lo que nunca tuvo, se viste hermosa con la ropa de la señora de la mansión, se apropia de la casa que cuida, se cocina manjares y tiende mesas suntuosas con candelabros y vino, adopta una pareja de ninguneados de la sociedad como hijo y nuera y hasta comparte el nietito y en ese último verano de Jane ella se atreve a eso que tan bien dice en un poema Aída Cartagena Portalatín:
Antiguamente no había despertado.
No era necesario despertar.
Sin embargo he despertado de espaldas a tus discursos,
Definitivamente
De frente a la verídica, sencilla y clara
necesidad de ir a mi encuentro.
La inglesa va a su encuentro a su manera y también elige morir a su manera.
Entre la desesperación y el ridículo me entré a reír, y fui a mi encuentro como narradora de un pedazo de vida en una oficina de extranjería mirando al mar Caribe y la carcajada de mi misma se debe haber notado porque en el gran salón de Migración, las miradas me acecharon mientras esperaba los montones de vip que tuve que gestionar desde las 8 hasta las 2 de la tarde y Electra, Medea, Antígona, Atenea, Venus, y Artemisa me poseyeron y cabalgaron enfurecidas y desbocadas como en el libro de la psiquiatra Bolen Shinoda.
La loca de la casa, esa imaginación que ni a los sesenta se aplaca me asustó, me sentí solita y sin mis muchachos, ilegal en un país después de 27 años y sin saber qué hacer porque en el país no hay pensiones para periodistas o si las hay son miserables, ni jubilación para una extranjera de 61 años y el panorama lucía incierto y como a Jane podían decirme que era el último trabajo.
En medio del desconcierto y la pena, diciendo como Mafalda: paren el mundo, me quiero bajar dos cosas me reconciliaron con la vida, me sentí de nuevo con ganas de vivir alegre con mi realidad.
Al llegar al Archivo, Rudyard Montás me esperaba para dejarme de regalo el libro 100 años de Rotary International y 62 de rotarismo dominicano.
Era, al cabo de casi 6 años lo que soñamos y planificamos en unas navidades del 2003. Pasaron tantas cosas, tantos obstáculos, tantos sinsabores. Se interrumpió tantas veces, que más de una vez, en medio de los llantos en el hombro del otro pensamos que el libro nunca iba a salir. Perdí la cuenta de todo lo que leí, escribí, investigué, reescribí y de todos los manuscritos que fueron a la basura. Pero ese trabajo de contar la vida de un club rotario en el Caribe fue el destino de una periodista dispuesta a contar una historia.
El resultado es un libro hermoso, austero, digno que conjuga la pasión de una sociedad sana que apuesta a un mundo más justo y generoso.
Al día siguiente, Inés Aizpún describió lo que es el periodismo: es el oficio más hermoso del mundo que consiste en contar la vida de la gente. Pero lo que la navarra no sabe es que ella me regaló ese sábado portentoso, la certeza de que no me había equivocado, de que desde chica, como la poeta dominicana había ido a mi encuentro porque ser periodista es un modo de vida que vive narrando las crisis, en medio de las crisis, sobreviviendo a las crisis, explicándolas y hasta provocándolas.
Y busqué esas últimas tres páginas de excepción de El amante del volcán, donde Susan Sontag se mete en la piel de Eleonora de Fonseca Pimentel, la revolucionaria napolitana de 1799 y le hace decir:
Yo era formal, estática, no comprendía el cinismo. Quería que las cosas mejoraran para más que unos pocos. Estaba dispuesta a renunciar a mis privilegios. No sentía nostalgia por el pasado. Creía en el futuro. Canté mi canción y me cortaron la garganta. Vi la belleza y me arrancaron los ojos. Quizá fui ingenua. (...) Estalló la revolución y yo estallé con ella.
Creé el principal periódico de nuestra república de cinco meses. Escribí muchos artículos a pesar que ignoraba rigurosamente los problemas de la economía práctica y los políticos, no creo que me equivocara considerando que la educación era la tarea más importante. Qué es una revolución sino cambia corazones y mentes. Sé que hablo como una mujer, a pesar de que no lo hago como cualquier mujer. Sé que hablo como una mujer de mi clase. (...) No quise decepcionarme a mi misma. Pero sentí miedo, como también ira bajo unas formas que consideraba incapaz de admitir, así pues no hablé de mis temores sino más bien de mis esperanzas. Temía que mi cólera ofendiera a otros y que ellos me destruyeran. A pesar de toda mi certidumbre temí que nunca sería lo bastante fuerte para permitirme comprender lo que me permitiera protegerme a mi misma. En ocasiones tuve que olvidar que era una mujer para llevar a término lo mejor de lo que uno es capaz. O me mentía sobre lo muy complicado que es ser mujer. Todas hacen lo mismo, incluyendo a la autora de este libro.
Pero no puedo perdonar a aquellos a quienes sólo importaron su propia gloria o su bienestar. Pensaban que eran civilizados. Fueron despreciables. Malditos sean todos ellos.