Estrictamente personal
Por Graciela Azcárate
12 de septiembre de 2018
«Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio»
Joan Manuel Serrat
Nunca es triste la verdad…lo que no tiene es remedio, así sonaba la canción de Joan Manuel Serrat en sus oídos cuando el 7 de mayo del 2009, a la 1:15 de la tarde en un simple papelito llevado por el joven que hace las fotocopias le anunciaron que su contrato, renovado el 17 de marzo, había sido rescindido. Entonces no dudó un instante, como la irlandesa agraviada del otro siglo, reparó en el pobre chico que la miraba apenado, le acarició la mejilla y lo tranquilizó, tomó la cartera, las llaves del carro, dio una mirada en redondo, se despidió de todo lo que significó esa oficina en ese último año y soberana se fue sin mirar atrás.
Le agradecían los servicios prestados, eso es todo. Lacónico y aleccionador, con el papelito en la mano ella se acordó de aquello que Samuel Beckett decía acerca de la vida, y es que la vida consiste en fracasar, y en fracasar de nuevo, y otra vez, tratando de fracasar mejor en cada paso de la vida. Y entonces, en aquel mediodía largamente previsible, ella miró su cuartito de trabajo, en el que había sido tan felíz, tan creativa, por un tiempo tal vez demasiado corto pero muy intenso, donde hizo muchas cosas, con tantos compañeros, y se atrevió a mirar el nuevo fracaso, de frente, sin pena, ni furia, ni nada.
Lo paradójico fue, que mientras recorría los pasillos y las escaleras buscando el aire fresco de la libertad recién recobrada no sintió que había fracasado, no la asaltó ningún resentimiento, y casi como una muchachita de la secundaria, se rió, se arreglo la falda gitana, sacó la polvera, se pintó los labios, se dijo un requiebro cariñoso y de aliento aun sesentona y se apuró a subirse a la * red machine y enfilar al futuro.
El futuro incierto pero promisorio de una señora de la tercera edad, en el Caribe y sin empleo.
Lo primero que hizo antes de irse fue poner un correo electrónico a los hijos en Buenos Aires y anunciarles el despido. El más chico, previsible, puntual, virgo, sereno, dijo lo que ha dicho desde que nació: «aquí estoy, no te desesperes, aunque estoy lejos, estoy con vos, vieja, no aflojes» y un mes después le envió un dinero para que comprara la laptop que le permitiera escribir sus historias de vida y mantenerse comunicada.
Ella miró el fracaso de frente como aquella irlandesa del otro siglo que, violada por los ingleses, pasa entre la fila de sus verdugos, se lava en el mar y regresa, austera, severa, mayestática y cuando mira al jefe de la partida de frente y a los ojos le avisa que ella o el marido van a volver, para ajustar cuentas. No eleva la voz, no hace ningún gesto teatral. Se prepara simplemente a mejorar el fracaso.
Pero cuando llegó a la casa, con su falda gitana, y sus labios recién pintados, cuando acarició a sus perros, cuando sin urgencias se quitó los zapatos y puso los pies encima de la mesa, miró sus plantas sin agua y desatendidas, puso a Mozart y la misa masónica, y pensó que, al día siguiente no tenía que cumplir ningún horario, ni preparar ninguna rutina, y destapó un botellita de vino, de la reservada para los fines de semana, entonces se dio cuenta que no sentía ningún fracaso, que no se sentía vejada, y que en realidad sentía alivio y que la puerta de la prisión siempre había estado abierta, es más, que ella revoloteaba en libertad y que la única cadena que la sujetaba era esa avara costumbre de los 25 del mes cobrar la tarifa de su cobardía.
Algo había cambiado para siempre. ¿Qué era? No lo sabía. Dilucidar lo que se había transformado se convirtió en el enigma a descifrar los próximos noventa días, pero fue desenredando los recuerdos, la vida, los hechos, la gente, las miserias cotidianas como aquellos ovillos multicolores de lana, como los ovillos que la tía Bebe desenredaba en los inviernos de su infancia.
Lo que le llamó la atención es que no estaba enojada, ni furiosa, ni resentida. No recordaba con ira. No quería escribir una noveleta colérica a lo Rosario Ferré, no era el sarcasmo de la Lugo Filippi, ni la pirotecnia y los juegos verbales de Ana Lidia Vega, ni siquiera tenía el sentimiento mejorado y corregido del fracaso de Beckett.
Lo único que le preocupó, como escritora, es que a lo lo mejor, al no tener ira no iba a tener la llama, ni el fuego creador para contar una buena historia, llena de pasión y brío.
Se preguntó si a lo mejor esa versión caribeña del* Palacio Negro de Lecumberri que había sido la oficina no la había dejada lisiada para escribir o si no le habían inoculado el veneno mortal de la burocracia y el carguito adobado con mucho silencio y cobardía.
Un domingo por la noche por casualidad, se quedó mirando un programa dedicado a la mujer donde una terapeuta dominicana y otra argentina hablaban del daño que hace recordar con ira, y como el mal manejo del enojo, desde el ancestral hasta el cotidiano pueden viciar y malograr relaciones familiares, sociales y laborales.
Y se acordó de aquel texto, Una pena antigua y de la bronca sustantiva que durante siete meses la alimentó hasta que le mandó aquel derechazo al hígado a la burócrata gerente de asuntos de la niñez.
Pero que vaina del carajo, se dijo, no tenia cólera, no sentía rabia, no estaba furiosa y sin embargo las dos mujeres, las dos compañeras del trabajo, la de la niñez y la de historia en algún momento se cruzaron en su vida, se constelaron como algo ya visto y vivido, aparecieron los viejos fantasmas, sus miedos infantiles, sus proyecciones, eso que con tanto comedimiento dijo Elena Conti. Cuando la argentina, diplomática y ponderada relató como uno puede identificar algo del pasado con uno de sus jefes o compañeros de trabajo ella descubrió porque, en el otro trabajo, con la otra burócrata aquel cuento Buenos días, mama no cuajó y quedó inconcluso en un cuaderno de notas y como todos los pasos que fue dando la nueva incumbente, como diría Piky Lora, llegada en octubre, como una mensajera de la desgracia, la acercaron suavemente a la comprensión de una etapa de su vida, a una constante en la relación con otras mujeres y que esas relaciones estaban signadas por lo que había sido su madre, por su desamor, por lo que le habían dado en cambio las hermanas de su madre y se acordó de La gata milagrosa, aquel texto que escribió para contarle algo que había sucedido entre mujeres dominicanas a Miriam Ventura que vivía en New York.
Ella sabe que para que su don fluya tiene que contar la verdad. La verdad de alguna manera, para ella o para los otros, puntual, eso que pasó, eso que concluyó hace tres meses. Eso que la trasformó, eso que la cambió para siempre. Y porque lo sabe ella prepara el escenario, las luces, los actores, les marca con tiza la posición y les articula en mímica lo que tienen que decir. Saca los viejos cuadernos de notas, subraya, pega papelitos con acotaciones al margen, escribe cronologías y enriquece ese largo discurrir de personas y humores que hace veinte años describe día a día.
Ella sabe que eso que escribió de ella y de los otros es la cartografía, el mapa de lo que ha sido inexorablemente su vida durante sesenta años. Sabe, aunque le duela, que lo hizo para sobrevivir, sabe que es un personaje que ahora les es ajeno. Que es materia prima de sus relatos. Tiene, para poder escribir con pasión, que despojarse de eso que ahora ya no tiene valor. Como las víboras se quita la vieja carcasa de lo pasado. Lo sabe, es lúcida, no se engaña es un asunto demorado, lento, duele. Hay que rascar la herida, aguantarse y quemarse hasta las cenizas para renacer con una pasión nueva y vigorosa.
Como en un rito pagano, sigue, inconmovible porque sabe que la tiene que matar, a esa bestia del pasado, sabe que la tiene que matar, una y otra vez, que la debe matar muy bien matada, de buena manera, como quien se saca un traje que le quedó chico y con elegancia y donaire, se despoja de los harapos, los deja caer al suelo, se desnuda y sigue por sobre la ropa sucia e inservible.
Ella sabe que es una sobreviviente. Siempre lo supo, se lo dijo en sordina, despacito, para que no le doliera demasiado, pero no se resigna, es más, inflexible se ha dispuesto a que la respeten, a que escuchen lo que ella quiere para lo que le resta de vida, se ha parado en dos patas, y como una gata panza arriba pelea para que la dejen disfrutar de esos últimos veinticinco o treinta años que le quedan de vida.
Tampoco se resigna a seguir representado un papel que ya no le dice nada. No quiere seguir siendo eso que fue inexorablemente sesenta años de su vida. No quiere ser la bisnieta, la nieta, la sobrina o la hija de esas mujeres sufridas, pobres y mancilladas, resignadas a ser una mierda y tampoco quiere ser la hija de Jacobo, Julio José Antonio en un documento para acreditar el cobro de una herencia. ¿De qué herencia? No hay nada que cobrar. La herencia no es en metálico.
La herencia es la memoria de sus diecisiete años hasta que se murió, una memoria de ausencia y también de amor, de cobardía y negligencia, también está la memoria de lo que fue y nunca podrá ser. Por eso, por lo que nunca va a ser, ni a pasar, ni acontecer ella se dice por milésima vez, que está bien. Que los quiere y los reverencia. Así como fueron. Sabe que, lo que es, es porque es hija de su padre. Ha seguido tan de cerca los avatares de esas dos familias, de todos esos hombres y mujeres de su vida que hasta les ha perdonado esa adicción a la cobardía.
Melancólica, piensa en el pasado, en los viejos amores y en la gente que en otra época importó algo. Ya no significan nada, imagina otros escenarios pasados. Horribles, puntuales, anémicos. Una vaina tropical. Entonces, pone salsa, salsa puertorriqueña, convoca a las amigas puertorriqueñas, las invoca, deslenguadas, soeces, transgresoras, contestadoras, malas y buenas escritoras, lúcidas y equivocadas, putas y santas, aguerridas y cobardes.
Y pone un CD de hace 20 años de cuando Awilda Palau, la vieja dama indigna, la socióloga impertinente, su amiga madura y sabia, la vieja transgresora, cuando hace veinte años le ofreció su casa, sus cuatro hijos, sus nietos, y la evocó a la Consuelo Gotay la otra boricua, la grabadora. Tan distantes, tan distintas y tan semejantes en eso de dar calor y amistad. Y decide que mientras convoca los dioses y las diosas de este viernes de otoño, va a beber vino, va a cocinar como si la tía Flora anduviera en sus calderos. Invita a sus mayores sabiendo que hace mucho que están muertas pero que siempre están, ahí, como en una telaraña invisible.
Entonces relee Documentos de la otra, recuerda el ejercicio de solidaridad de Awilda con la cubana Soledad Cruz, distribuye los actores, marca los desplazamientos, imagina los pasos en los parlamentos que van a cubrir. Construye Un albergue para el amor, usa los guiones inconclusos de Una nena felíz; Buenos días, mamá; Recuerda cuerpo; Tuyuti, 16 de mayo de 1869; Yo: la hija de Jacobo Julio; Nuestros años felices, en fin deja crecer esa mujer que no termina de aprender a ser eso: una simple mujer, y se dice para sí misma como en un rezo Recuerda cuerpo, se estremece, se acuerda que hace unos meses esos versos y la invocación de muchas mujeres imprescindibles le significó la purga trujillo-estalinista, la rectificación, el exilio y porque no, la pérdida del empleo.
Aparecen entonces dos mujeres escritoras. Estrictamente personales. Irene Nemorovsky, en 1919, exiliada, sola, adolescente, aterrada en un palacio de Kiev, leyendo en la biblioteca de un diplomático francés, Guerra y paz mientras aguarda junto a la familia escondida la oportunidad de escapar de los bolcheviques, pero sobre todo de escapar de la sombra ominosa de su madre que no la quiere. O Djuna Barnes, cuando escribe en febrero de 1919, en el New York Tribune, entre sus crónicas periodísticas y sus dibujos exquisitos antes de partir al exilio, antes de hundirse en el alcohol y los tumultuosos amores con Thelma, en un Paris, que protegía a la generación perdida de Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, Ezra Pound, James Joyce, o John Dos Passos, entre amores sórdidos, miseria, alcohol y mucha soledad ella se va escribiendo a sí misma, en el Bosque de la noche, su novela autobiográfica, donde de manera estrictamente personal, se anima a escribir del abandono de la madre, del abuso sexual del padre y la abuela, y estricta, mínima y puntual escribe:
«Cuéntales casi todo, pero dales hechos.
-Hechos- repetí lentamente-, oh, Dios mío, ¿A ese extremo hemos llegado…?
-Oh, ya lo creo- respondió en tono desdeñoso.
¿Vas a ser estrictamente personal?
-Lo soy, todo el que escribe bien lo es».
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* Red machine alude al Ford Festiva rojo que es el carro familiar.
*Refiere al escritor colombiano Álvaro Mutis que estuvo preso, en la cárcel Palacio Negro de Lecumberri en Méjico. Hay un libro donde se recogen las cartas intercambiadas entre Álvaro Mutis y Elena Poniatowvska.
Santo Domingo, lunes, 10 de septiembre de 2018.